Crecer. Con cada impulso del alma, con cada sonrisa, con una mirada, una caricia, un adiós...una caída. Y aprender a coger la felicidad con las manos, a disfrutar de lo que nos rodea, a no arrepentirse, a volar y soñar...a levantarse.
No hay nada más difícil que salir cada mañana ahí y enfrentarte al mundo con todo lo que hay en el y te rodea, pero no tenemos alternativa. Caemos en la cuenta de que hay que sobrevivir en un mar de ruido, miedo y superficialidad. Pero ¿y qué? Si algo hemos hecho siempre es avanzar persiguiendo ilusiones muchas veces absurdas, sin importar qué podía pasar por el camino, arriesgando siempre por conseguir lo que queremos.
Y es ahí donde nuestra humanidad es más tangible; donde los errores se nos ponen en bandeja y parece que nos gritan: '¡venga, cométeme!", animándonos a ser estúpidos. Es ahí donde elegimos ser, quizá, demasiado idiotas y obstinados. Es ahí cuando triunfa nuestro espíritu, donde nos fundimos con palabras susurradas en un oído extraño, donde nos perdemos en caricias insinuadas bajo sábanas de lija. Es ahí cuando verdaderamente crecemos. Al demostrar que pese a las veces que nos perdamos, siempre vamos a perseguir nuestros sueños.
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